miércoles, 13 de noviembre de 2013

Juan el billetero de Morelos


Incrédulo de posibles alineamientos planetarios, prevenido con golpes repentinos del destino y malicioso ante cualquier llamado de la suerte, el abogado Martínez supuso que, gracias a la voz de Juan, el vendedor de lotería aquel billete de lotería que le ofrecía podría cambiar el rumbo a su vida. 
De inmediato, detuvo sus pasos acelerados, volteó con elegancia y preguntó, Amigo, qué número acaba de ofrecerme. Juan lo miró con sus oídos, pues sus ojos dejaron de funcionar luego de un accidente de tránsito, y respondió, Seis veintiocho, señor.
Con las manos ásperas, pero con el cuidado de un tallador de madera, Juan desprendió el billete y le entregó al abogado Martínez la posibilidad de poseer dos mil millones de pesos. Entre tanto, el abogado dispuso el papel en medio de su agenda, convencido de tener el número ganador de ese día.
Juan había llegado a su punto de venta hacía media hora y ese era el primer cliente de la mañana. Dispares, ajenos y hasta enemigos, estos dos hombres habían cruzado sus caminos y realizado una transacción comercial sin que uno de los dos advirtiera que ese día pasaría algo así.
Toda una paradoja: mientras el billetero rebuscó en sus bolsillos alguna moneda para comprar unos tacos, el abogado Martínez se había hostigado con la dulzura del chocolate, del súper siete este se daba el lujo de dejar el vaso medio lleno.
Pero no hay justicia si se ve desde un solo ángulo, así que las paradojas también pueden ser en contra. Mientras Juan se había despedido de su esposa con un cálido beso, la mujer del abogado Martínez completaba un mes fuera de casa, la falta de amor y las malas noches se volvieran una constante, por lo que había empacado sus cosas para marcharse indignada. Qué paradoja: un abogado que descree de la suerte y tiene el cinismo de ser un mal amante.
El día pasó para Juan sin mayores avisos de sorpresa. A su invisible puesto de venta se acercaron tres universitarios para preguntarle cosas de su vida y tomarle fotos, aunque no pagaron un peso por la información. Dos solteronas compraron cachitos inverosímiles, de números irracionales y cargados de mala suerte. Un borracho preguntó por Doña Mary la vendedora de globos y amor al mejor postor y Juan contestó, No, don Benjamín, enferma por la borrachera de anoche. Dos desempleados también invirtieron parte de sus almuerzos en un cachito.
A las cinco y treinta de la tarde, Juan recogió su toldo de mentiras, guardó sus ilusiones numéricas y emprendió el regreso a casa. Mientras viajaba, quiso tener un detalle romántico con Amanda, su esposa, y, por eso, cambió un paquete de margaritas por dos cachitos de terminación cinco. Armado de flores, muerto del hambre y completamente exhausto, Juan entró a su hogar para recibir un beso lento, lentísimo, de Amanda.
Hicieron el amor dos veces, una cuando se dijeron buenas noches, y otra en la mañana, cuando sin hablarse se saludaron con sexo. Las tibias piernas de Amanda hicieron que Juan renunciara a su trabajo por ese día, seguro de que la suerte no llegaría con la lluvia. Así que se metieron de nuevo entre las sábanas, Juan jugó a ser el tigre de Neruda y enamoró a su esposa. Ella, tímida, complaciente y celosa, detuvo los ímpetus malsanos de su marido, quien insistía por ir a cumplir con su deber.
Mientras al otro lado de la ciudad los amantes se devoraban, el abogado Martínez aguardaba, bajo el aparador de Sanborns completamente empapado por la lluvia, la llegada de aquel ciego que le había hecho ganar dos mil millones de pesos.

Soy Hank Chinaski desde el Backstage de la vida .